CAPÍTULO I
El día que Caracas estremeció al país El teniente Hugo
Chávez Frías maldijo en voz alta cuando aquella noche del 27 de febrero de 1989
notó que el coche se quedaba sin gasolina poco antes de llegar a su casa. No
era un momento para semejante contrariedad: con una fiebre que volaba, por
culpa de esa tardía lechina (una especie de varicela caribeña) que había cogido
el día anterior y las pocas pero alarmantes noticias escuchadas en la radio
después que salió de la clase que cursaba en la universidad, convertían a este
vulgar incidente automovilístico en algo totalmente indeseado. “Por suerte
-reflexionó- estoy muy cerca del Fuerte Tiuna, donde podré encontrar
combustible”. Tiuna está ubicado en los alrededores de Caracas. Entró allí para
ver a uno de los tantos amigos que conservaba en el cuartel y se enfrentó con
un caos generalizado. Soldaditos que corrían de un lado para el otro, algunos
de ellos con el temor pintado en sus rostros y colocándose sus correajes y
armamentos a las apuradas. Oficiales, dando voces de mando con más nerviosismo
que eficacia y ese rumor característico de los camiones del ejército cuando
prueban el motor.
“Me di cuenta de que me hallaba en plena salida de las
tropas del Batallón Logístico, casualmente las que menos entrenadas están para
el combate en localidades. Interrogué a un coronel quien me confirmó que la
orden era tomar las calles para detener a los revoltosos, a los que estaban
saqueando los comercios”. Sin querer escuchar más, Chávez señala a su
interlocutor que esta actitud no tiene sentido, que a esos chicos no se los
podía poner en la calle cuando todavía están llenos de impericia, que...
Pero el coronel no estaba para sermones y menos de ese
militar al que el generalato había “alejado” del mando de tropas por sus ideas
disociadoras. “Ésta es una orden que viene de arriba, y yo no puedo hacer otra
cosa que cumplirla”, dijo y agregó con cierta resignación: “Que Dios nos
ayude”.
Chávez nota que su propio estado febril pedía socorro, se
sube al coche y empieza a tratar de salir del Fuerte eludiendo a los carros
blindados. Entonces ve a un chaval que viene corriendo con el casco en la mano,
el fusil en banderola y la munición desordenada. Le pregunta adónde va y éste a
los gritos responde que su pelotón se había marchado en un camión y que debía
alcanzarlos. El chico sube y a los pocos minutos, se encuentran con la columna
y con el teniente que iba a cargo. “Saben ustedes para dónde están yendo?, le
grita Chávez con el coche en marcha. “Para nada, cómo vamos a saber, imagínese
lo que es esto).
Chávez lo imaginó. ¿En cuántos cuarteles estaría pasando lo
mismo? ¿Cuántos tenientes y capitanes estarían retransmitiendo a asustados
soldados la orden de salir a parar el caos a punta de fusil? Y se dio cuenta de
que el país había llegado al límite. Más aún, que a pesar de la fiebre que le
provocaba esa maldita lechina, tenía la lucidez suficiente para comprender que
él y su gente no habían errado con los pronósticos realizados tiempo atrás.
El presidente Carlos Andrés Pérez, del tradicional partido
Acción Democrática (AD), había asumido el gobierno con una cuota bastante
importante del voto popular sólo veinte días antes. Instalado en definiciones
socialdemócratas -muy de moda para el momento latinoamericano- Pérez había
logrado sumar apoyos de la clase media y de los estamentos más golpeados de la
sociedad venezolana gracias al recuerdo de lo que había sido su primer gobierno
del año 73, en que la bonanza del boom petrolero entusiasmó hasta a los más
escépticos y permitió que el nivel de vida de los sectores medios se elevara de
manera sustancial. Por eso cuando CAP -como los venezolanos conocen a Pérez- se
volvió a presentar en diciembre de 1988 para reemplazar el desgobierno de su
colega de partido Jaime Lusinchi, la gente no lo dudó.
Pero nunca segundas partes son iguales. A escasas horas de
prestar juramento y cuando Ia mayoría de la población estaba esperando noticias
ilusionantes, Pérez anunció un plan de choque para “devolver el dinamismo” a
una economía dependiente casi en exclusiva de las rentas del petróleo. Esto, en
los papeles, significaba un aumento de precios del transporte urbano en un
monto superior al 30%, lo que se engancharía de inmediato la falta de
reconocimiento del bono estudiantil por parte de las compañías del transporte
de pasajeros.
Este drástico encarecimiento de los bienes de primera
necesidad y de los servicios públicos desencadenó enseguida una oleada de
protestas.
El “sacudón”
La reacción popular se inició a las 5 de la mañana alrededor
de los vehículos del transporte en Guarenas, Guatire, Los Teques, Nuevo circo y
la Guaira, y pronto se extendió por las ciudades de Maracay, Maracaibo,
Valencia, Barquisimeto, -Guayana y Mérida. Pero en ninguno de estos puntos
adquirió as proporciones de Io que aconteció en Caracas.
Desde muy temprano del lunes 27 de febrero, miles de
personas se lanzaron a la calle, a ocupar un territorio por el que transitaban
diariamente rumbo a sus labores, pero que esta vez adquiría un color y un
sentido totalmente distinto. Era una mezcla de rabia desatada pero también de
fiesta popular reivindicativa. Muchos saludaban a sus vecinos como si no los
vieran desde hace años y en los gritos de bronca contra el gocho (otro
sobrenombre del presidente) al que la mayoría había votado, encontraban nuevos
puntos de contacto y simpatía. El repudio al “paquete” de medidas
fondomonetaristas era el objetivo directo de la protesta ciudadana.
Mientras esto ocurría, era notorio que la policía
metropolitana tenía órdenes de no actuar o por lo menos de hacerlo con mano
blanda, incluso se vieron agentes del Disip (el Servicio de Inteligencia
venezolano) intentando incitar vanamente a los manifestantes.
“Horas antes del 27-F, muchos militantes de izquierda
sabíamos que estábamos ante un momento muy significativo. Era tan especial el
clima que se vivía a partir de los anuncios oficiales sobre los aumentos de
tarifas, que ese mismo día 27 yo hago unas declaraciones en el diario Últimas
Noticias en el que advertía sobre Ia inminencia de un estallido popular. Y tan
inminente era que cuando el diario empezaba a distribuirse por los kioscos la
gente ya estaba rompiendo los primeros escaparates”, señala Gabriel Puerta, ex
guerrillero de los sesenta y actual dirigente de Bandera Roia, un partido de
izquierda marxista.
Puerta recuerda que horas después el ministro de Defensa
acusaría a los militantes de su partido de estar incitando a los disturbios, ya
que en “las imágenes de los informativos televisivos y en las fotos de la
prensa, salía mucha gente nuestra, a cara descubierta, en los diversos focos de
conflicto”. Pero rápidamente reconoce que si algo tuvo este “Sacudón”, que a
nivel internacional se conoció como el “Caraca- 20”, es que (su fuerza nos
sobrepasó a todos”.
Lógicamente, frente a los primeros anuncios de CAP
sometiéndose a las imposiciones del Fondo Monetario Internacional, que exigía
para los países de América Latina una uniformada política de shock en el ámbito
económico (lo mismo estaba ocurriendo en Argentina, Brasil, Uruguay,
Colombia...), la izquierda organizada se había lanzado a convocar una protesta
contra el alza del transporte. En ese sentido, puede decirse que no se trataba
de un movimiento totalmente espontáneo. “Sin embargo, la espontaneidad estaba
en el hecho de que lo que empieza a ocurrir en la calle supera todas las
expectativas de huelgas y paros de protesta anteriores), consigna Puerta.
Como lava de un volcán
La ciudad ardía en furia. En las cercanías de plaza
Venezuela, pleno centro de la urbe, y desde la Ciudad Universitaria, el
enjambre humano corría de aquí para allá, gritando consignas, pidiendo
explicaciones a quienes no podían ni querían escucharles. En los centros
neurálgicos del pobrerío, en Petare, en Pro Patria y otras “parroquias” o
barrios más humildes, miles de trabajadores, muchos de ellos con sus ropas de
labor, estudiantes con sus libros y cuadernos de apuntes en el macuto, amas de
casa indignadas, oficinistas que hasta minutos antes lucían un aspecto casi
elegante, marchaban indignados por lo que consideraban una agresión en toda la
línea contra sus desgastados bolsillos.
“Lo primero que hicimos cuando salimos del trabajo, fue
encontrarnos con otros y otras como nosotros que estaban ya en la calle
gritando contra los aumentos. Alguna gente ya había entrado a comercios de
alimentación y se llevaban latas de conserva, fideos, pan y hasta jamones
enormes. Otros, hacían fuerza para sacar de un establecimiento de
electrodomésticos una nevera y una lavadora. Eran cuatro o cinco y transpiraban
como locos porque no podían con el cargamento. Me acuerdo que una estudiante
que no tendría más de 15 años se había puesto una cinta en la cabeza y
sermoneaba a sus compañeros sobre por qué era necesario apoyar a los
trabajadores que luchaban contra el hambre y la miseria. Lo singular era, que
me había encaramado en los hombros de otro carajito de unos 13 o 14 años, que
en las dos manos sostenía un queso de bola enorme que seguramente se había
encontrado en algún estante de un supermercado de la zona. Mientras la chavala
hablaba parecía que su sostén se iba a derrumbar, pero no por eso perdía las
súbitas energías de lidereza popular improvisada”, cuenta Eduardo, un empleado
de una multinacional cercana al hotel Caracas Hilton.
Más lejos de allí, en las inmediaciones del centro de la
zona residencial California Norte, un grupo de un centenar de obreros textiles
penetraba entre risas y aplausos en un enorme supermercado de nombre gringo y
con una pulcritud digna de encomio, primero arrasaban con los alimentos
congelados. Luego con las carnes, pollos y hasta pescados exóticos que suelen
verse muy de cuando en cuando en la mesa de una familia de clase media, y por
último, se dirigieron a los fideos, galletitas y otros productos típicos de la
cesta básica. Los comentarios mientras se realizaba todo este operativo eran
antológicos: “Hoy vamos a comer como los Capriles (una a las típicas familias
de la oligarquía venezolana), y lo mejor es que lo haremos mucho más barato que
ellos”, o “Es febrero pero se adelantaron las navidades”, y hasta un festejado
“A la salud del coño de madre del Gocho”, lanzado a voz en cuello por un
hombretón fornido que esgrimía un jamón como si fuera un bate de béisbol.
En la avenida Sucre, muy cerca de la esquina donde nace el
mítico y combativo barrio “23 de Enero” dos coches incendiados bloqueaban el
tránsito, tres encapuchados se movían de un lado para el otro, arrimando más
neumáticos a una improvisada barricada y dando órdenes a otra docena de chicos
y chicas para que acercaran piedras y gruesos maderos de una obra en
construcción cercana. A la carrera, dos jóvenes armados de escopetas de caza y
con pasamontañas cubriéndoles los rostros, se apostaban detrás de un paredón y
le sacudían fuego a discreción a uno de los pocos vehículos policiales que
osaba a animarse por la zona. Una pintada reciente, hecha a la apurada, no
dejaba dudas de qué se trataba todo aquello: Todo el poder para el pueblo.
Fuera el Gocho.
Tres calles más adelante, sobre la misma avenida, casi un
millar de vecinos festejaban un verdadero acontecimiento: comprar sin dinero.
Varias decenas habían organizado una extensa cadena humana para llevarse hasta
la última lata de aceite de otro supermercado y de una verdulería. La dueña de
este último comercio primero maldijo a los improvisados asaltantes, pero al ver
que su enojo caía en saco roto, se juntó con otras vecinas de su calle y no
perdió más tiempo: unidas entraron de las primeras en la empresa de artículos
del hogar cuyos grandes escaparates habían sucumbido a tres sonoros
ladrillazos. Y en pocos minutos, como una fila de pacientes hormigas que
acumulan materiales para pasar el invierno, se las vio desfilar, una portando
una licuadora, la otra una sofisticada maquinaria de hacer zumos y la
verdulera, oronda, con una aspiradora de tres velocidades y parada automática.
Mientras tanto, la televisión y las radios apenas informaban
sobre lo que estaba ocurriendo. Había órdenes “de arriba” para restar
importancia a los hechos. Recién a las 8 de la noche, el Canal 8, del Estado,
dio algunos detalles de los saqueos, y los demás canales recogieron la
información dos horas después. En algún momento de la crisis, CAP aseguró que
la TV había servido para que la gente se estimulara y “saliera a robar”. Falso,
pues los saqueos comenzaron muchas horas antes de que la televisión y las
radios se dignaran recoger lo que era imposible de ocultar, y además, hubo
saqueos masivos en pueblos y barrios donde ni siquiera hay electricidad y mucho
menos televisores.
Recuperar lo que nos pertenece
“EI27 de febrero es un fenómeno original en su unanimidad y
simultaneidad. El asunto es que puede darse una situación en que las sociedades
acumulen grandes cantidades de pequeñas fuerzas que alcanzan en un momento una
masa crítica que estalla con una sola y formidable fuerza. En un solo instante:
Toma de la Bastilla, Octubre de l9l7 en Rusia, 23 de enero de 1958 en Venezuela
(caída de Pérez Jiménez)... Por otra parte, por ser súbito y explosivo, no fue
menos organizado, es decir, sin tener detrás una institución partidista o de
otra naturaleza, hubo una inteligencia del fenómeno: casi no se saquearon
farmacias, librerías, joyerías, bancos. Principalmente se penetró en tiendas de
ropa, comida y electrodomésticos, es decir, las que satisfacen necesidades primarias,
casi se diría fisiológicas. Igualmente se dio el caso de gente que acordonó
negocio-para que no fueran desvalijados, porque sus dueños son panas (colegas,
amigos), porque prestaban dinero, no conminaban a pagar deudas, daban
crédito... y, sobre todo, tenían una relación amistosa con la gente más
humilde. No hubo asaltos a residencias particulares -aunque eso se temió a
partir del 1 de marzo y la clase media se parapetó armada en sus casas y
edificios, esperando la acometida de los monos. Ciertamente la clase media
estuvo muy entusiasmada entre el 27 y el 28, pero luego dio marcha atrás. Está
visto, que casi siempre la clase media se medio compromete cuando medio le
conviene. No hubo mayormente agresión a edificios de partidos políticos,
gremiales o patronales. No hubo asalto a medios de-comunicación, ni a puestos
policiales ni militares. Hubo, sin embargo una fuerte y coherente, que no
organizada, participación de motociclistas, de policías que aparejaron los
saqueos de malandros (delincuentes, según la jerga suburbial venezolana) que
iban de escaparate en escaparate reventándolos con una pata de cabra. Y que,
luego, cuando el ejército ametralló y allanó los barrios, los malandros
mostraron una gran pericia de combate, así como un armamento ligero que no le
iba en zaga al ejército”
(Testimonio del periodista Roberto Hernández Montoya)
La caja de cristal
Ese día tan especial, el funcionario del gobierno de Pérez,
Ignacio Betancourt, llegó al palacio presidencial de Miraflores a las 9 de la
mañana y en la avenida Bolívar comenzaba el colapso. Cuando subió al despacho
del number one, llegó una secretaria, Gladys Vásquez, neurótica, exclamando:
“Me tuve que venir caminando, pues los motorizados tienen eso trancado. Voy a
llamar ya al gobernador de Caracas”.
El teléfono estuvo sonando todo el día, desde todas partes.
Muchas llamadas eran para solicitar audiencias, otras para saber si ya se había
recibido tal o cual correspondencia. Betancourt recuerda hoy, que en la tarde
se produjo la llamada de Miguel Rodríguez (ministro de Coordinación y
Planeamiento) desde Washington, adonde había viajado el día anterior para
firmar los acuerdos con el FMI, acompañado de Pedro Tinoco y Eglé Iturbe de
Blanco, ministra de Hacienda que se había sumado al grupo pero no tomaba parte
de las conversaciones pues... no sabía hablar inglés. Rodrígue2, entre iluso y
preocupado, preguntaba “qué carajo está ocurriendo allí, porque los de la CNN
nos cuentan que Caracas está dada vuelta”.
Sin embargo, a pesar de la información que llegaba desde la
calle, el ministro de Relaciones Interiores, Aleiandro lzaguirre y muchos de
los presentes en Miraflores, incluso el propio Presidente, no daban crédito a
lo que estaba aconteciendo en Caracas.
La avenida Francisco de Miranda, en la parte que llega a las
proximidades del hiperhabitado barrio de Petare, ya estaba destrozada al
mediodía. Al final de la tarde una reducida comitiva se preparaba para viajar
al interior del país. CAP, entre iluso y altanero, aprueba confiado su agenda
del día 28 y le ordena a lzaguirre hablar por televisión al país. Viaja a
Barquisimeto acompañado por los ministros Reinaldo Figueredo, Moisés Naim y
Carlos Blanco.
El jefe de la Casa Militar, general Óscar González Beltrán,
les dice a Betancourt y al ministro Naim que bajen en sus respectivos coches
hasta el aeropuerto, pues el Presidente lo hará en el suyo. Indudablemente,
dice el edecán, no es conveniente usar el helicóptero presidencial, pues ya se
encuentran francotiradores disparando como gatillos alegres desde los edificios
del “23 de Enero”. Finalmente, se van todos por la avenida Sucre, porque el
popularísimo barrio de Catia estaba tomado por la gente y semeiante caravana
gubernamental podía terminar siéndo combustible valioso para una de las tantas
hogueras que ya alumbraban el cielo caraqueño.
El espectáculo que ven entonces es inquietante: todo el
mundo iba caminando, ya el Metro había cerrado sus puertas y el transporte
público estaba paralizado.
En la rampa 4 esperaba el avión presidencial, el triple cero
uno. Un Boeing737, cómodo para vuelos cortos, pero muy deteriorado. El segundo
al mando en la Casa Militar, el coronel Paredes, comenta en tono jocoso un
detalle que suena más que intrascendental para el grave momento que se está
viviendo; el anterior mandatario Lusinchi, dice, lo usaba poco, y por eso el
avión está un poco descuidado. Y acota luego' “En los próximos días lo
enviaremos a Estados Unidos para hacerle servicio y de paso aprovechamos para
renovar la cabina”.
A las 7 de la tarde, cuando llega CAB le pregunta a sus
ministros qué información tenían sobre lo que estaba ocurriendo en la ciudad.
Carlos Blanco le hace entonces un análisis bastante cercano a lo que estaba
ocurriendo. Le preguntó por el ministro de Defensa y Pérez le dice que había salido
de Car ¿¡casq, ue a esa hora debía regresar. El vuelo despega y el Presidente,
con rostro increíblemente despreocupado, se encierra en su cabina a revisar
papeles. Los ministros, más en el limbo todavía, saborean un JB con hielo.
Poco después, el avión aterriza en Barquisimeto y el
gobernador local, Mariano Navarro, acompaña al Presidente al lugar donde se
celebraría la reunión. En la suite del Hilton algunos de los anfitriones, con
un visible estado de depresión que desentonaba con el estilo impasible del
recién llegado, le dicen a Pérez que observara la TV para tener una magnitud Ce
lo que estaba ocurriendo en Caracas y otros puntos del caís. Las imágenes son
bien fuertes, pero CAP quita hierro al asunto señalando, mientras se ve a un
grupo numeroso de manifestantes arrasando con todo lo que se les pone al paso y
el comedido comentarista televisivo jadea que “esto nunca - vio en este país”.
No obstante, Pérez da la orden de que se ,llame al ministro lzaguirre para que
informe. Y enseguida vuelve a su campana de cristal: “Okey, todo esto que
muestra la TV ocurrió al mediodía, a esta hora ya todo se debe haber calmado.
Se tiene que haber calmado”.
Minutos después repite la monserga a miembros de la
Asociación de Ejecutivos de Venezuela: “No hay que alarmarse de la situación.
Vamos a aprovechar la crisis para generar bienestar”.
A la hora de emprender el regreso al aeropuerto, el camino
fue mucho más largo de lo habitual. La caravana presidencial se vio obligada a
dar una tremenda vuelta, evadiendo el centro de Barquisimeto. En esa ciudad la
situación también había sido muy grave durante el día.
Cuando el avión llega a Maiquetía, el oficial González
Beltrán solicita a Pérez que no baje del Boeing ante el desconcierto de éste.
“Estamos esperando información señor Presidente, para ver si subimos por tierra
o en helicóptero hasta La Carlota”, aconsejó el oficial. “A esta hora ya la
gente se tranquiliza”, vuelve a insistir el mandatario, asumiendo
definitivamente el papel del rey desnudo, negador de una realidad que se hacía
cada vez más inquietante. Como no le abren la puerta del avión, levanta la voz
con enfado: (Bueno, yo me voy en mi carro, baien la escalera de inmediato que
voy a salir”.
Pronto, la limusina presidencial se enfrentó con la ciudad
que no quería ver el number one, el chófer tuvo que apelar a toda su capacidad
de conducción para que el coche no cayera de frente a las numerosas barricadas
que se habían plantado en Catia. Luego subieron por la avenida San Martín y
desde ésta a la Baralt para poder acceder hacia Miraflores. A uno y otro lado
de calles oscuras y donde el lejano resplandor de las hogueras iluminaban a
figuras fantasmales que se desplazaban rápidamente, Pérez y sus acompañantes
intuían que los incidentes no se habían reducido, muy por el contrario, con el
caer de la noche, Caracas albergaba un gigantesco rugido de repudio hacia lo
que casi todos entendían que era una agresión lisa y llana de los más
poderosos.
La revuelta
“El27-Ffu e uno de los días que no podremos olvidar jamás en
la vida, la gente del barrio empezó a salir de sus casas bien temprano y las
calles se convirtieron pronto en un hormiguero”, recuerda Mirentxu Egiguren,
una vasca que hace un montón de años partió desde su pueblo de Bidania con la
idea de acercarse y ayudar a los más humildes de Latinoamérica, y recaló
primero en la fronteriza zona de la Guaiira venezolana y luego en ese mundo
alucinante que es la caraqueña zona de Petare, donde más de un millón de almas
viven “colgados” y al pie del Ávila, el cerro que sirve de pared a la ciudad.
“En las cercanías donde hoy está la salida del Metro, la avenida comenzó a
llenarse de gritos y consignas contra el gobierno, pero rápidamente los
pobladores empezaron a sacar cosas de los comercio”, relata Mirentxu.
Cuenta que era algo increíble ver cómo la gente vivía ese
momento, unos se llevaban cajones de frutas o de verduras y como hizo Cristo en
la última cena, se ponían a repartir entre los que tenían alrededor. Las
mujeres se mostraban unas a otras manteles, sábanas y hasta algún televisor que
cayó en la redada. Los niños ayudaban a sus padres a cargar las cosas más
pesadas, y en todos los rincones se oía algo parecido a himnos de alegría. Era
el pueblo haciéndose dueño, por primera vez, de todos los frutos de su esfuerzo
cotidiano.
“En las calles no se veían policías y eso, sumado a lo que
la gente podía ver en la tele sobre lo que estaba ocurriendo en otros barrios,
animó hasta a los más indecisos. Cuando ya - habían saqueado todos los
comercios de la parte baja del barrio, se empezó a subir y elegir a los que la
gente más rabia tenía, ésos que casi siempre especulan con el hambre y las
necesidades de los más humildes, por más que pertenezcan a la misma clase
social. Y entonces, crashs, se rompía el escaparate y se invadía el comercio
para vaciarlo en pocos minutos”.
Cada nueva conquista era festejada con aplausos y gritos de
aprobación por los que estaban afuera. Tanto valía un ultramarinos como una
tienda de ropa o una mueblería. Lo único que se respetaba, en Petare o en otros
barrios parecidos, era el límite geográfico que imponen las clásicas divisiones
sor sectores. Los de este sector no pasaban a expropiar al otro y viceversa.
Cuando llegó la mañana del 28,y se vio que la ciudad seguía
en manos de la gente y para colmo la arrechera (esa palabra tan precisa con que
los venezolanos definen el enojo o la bronca) era general por haber escuchado
por radio y televisión a los funcionarios adecos diciendo tonterías y no dando
el brazo a torcer, los saqueos se generalizaron aún más. Era algo así como
decir: “somos cada vez más fuertes y no nos van a parar ni mil tanques”, apunta
Mirentxu.
Petare entero estaba en la calle buscando doblarle la mano a
la mala vida que le ofrecían políticos y malos gobernantes.
Otra vasca, la refugiada política María Ángeles Artola, que
un buen día de 1984 la represiva política española hacia los militantes
populares de Euskal Herria deportó de lparralde a Venezuela, fue también
asombrada testigo de la irrupción popular en las calles de Caracas. “Era algo
impresionante ver a la gente marchando masivamente por las calles, sonriendo,
hablando entre ellos, sintiéndose fuertes, viviendo su libertad a pleno. Al ver
que no había mucha represión en las primeras horas, empezaron los saqueos entre
la euforia de los que participaban en los mismos. Esa idea de ser dueños por
unos minutos del lugar donde siempre compraban sus alimentos a precios
altísimos, daba como resultado un estado de ánimo increíble. Luego llegaron los
policías y por último los militares, arrasando a tiros todo lo que se movía.
Nos fuimos enterando de las barbaridades cometidas gracias a que trabajábamos
con gente de aquí que sabían de muchos muertos. Uno de ellos había estado con
el párroco de la zona de Petare recogiendo cadáveres de vecinos acribillados
por las balas de los militares. Pero ni incluso ante esa represión la gente dejó
de maldecir a Pérez”.
La impotencia
La mayoría de los oficiales bolivarianos que se
arremolinaban junto a Chávez por aquellos días estaban todos como é1,
desplazados de las unidades de mando, algunos haciendo cursos y otros en el
exterior. El alto mando que dirigía el jefe del Comando Estratégico del
Ejército, general Manuel Heinz Aizpurúa, los identificaba a todos ellos como
conspiradores en potencia, de allí la renuencia a que participen en contactos
masivos con la soldadesca. No por casualidad, el mismo Aizpurúa era el jefe de
operaciones dentro del área metropolitana en aquellos días aciagos de febrero
del 89.
Wilmar Castro, era uno de los líderes del pensamiento
militar rebelde en la aviación, y el día 28 de febrero recibió un aviso desde
su unidad advirtiéndole que debían prepararse para proteger la urbanización
donde vivían -la misma de Hugo Chávez- porque “hordas de saqueadores podían
invadir las zonas para robar o matar”.
Con la finalidad de revisar algunas de las casas de los
militares vecinos, Castro se dirigió a la de Chávez y lo encontró enfermo y
apesadumbrado. El teniente le informó de todo lo que vivió la noche anterior en
Tiuna y además le da la mala noticia de que en los incidentes callejeros “han
asesinado a Felipe Acosta Carlés”, uno de los tres capitanes juramentados con
él y Urdaneta, tiempo atrás en Güere (El samán de Güere) para luchar por un
cambio revolucionario en Venezuela. Castro se queda frío y calma a su amigo que
repite constantemente: “Lo mataron porque no quería arremeter contra la gente
que estaba alzada en un barrio, le dieron en el pecho”.
La información oficial hablaba de que en los hechos había
actuado un francotirador pero ambos militares sabían -y las posteriores
investigaciones ahondaron en este camino- que el hecho era muy confuso. El
calibre de la bala era de las habituales que se usan en el ejército, y además
era vox populi la alta enemistad que existía entre el general Heinz Azpurúa y
los bolivarianos. Y de él partió precisamente la orden de que Acosta Carlés
participara en los hechos que le costaron la vida.
Los verdaderos culpables
Pocos días después del “Caracazo” Hugo Chávez recordaría al
capitán Felipe Acosta Carlés, su camarada muerto, con una de sus poesías de
emergencia. Era un homenaje al caído pero también una clara advertencia:
Mataron a Felipe Acosta,
a Felipe Acosta Carlés,
quien lo mató no imagina
lo que vendrá en adelante
y mucho menos sabrán
los verdaderos culpables
de la miseria de América,
de Simón la Patria Grande,
la fuerza que ahora palpita
dentro de la tiera madre,
en el alma de estos pueblos
que tienen siglos con hambre,
buscando sobrevivir
al explotador infame,
ésos, no tendrán perdón,
llámense como se llamen.
El presidente desnudo
¿Pero qué hacía y pensaba Carlos Andrés Pérez en la noche
del 27 y madrugada del 28?
En un momento habló con el ministro de Defensa, Ítalo del
Valle Alliegro, a quien había requerido desesperado después de regresar de
Barquisimeto. Éste le confirmaba todos sus presagios: la situación era más que
delicada, la turba de manifestantes era totalmente dueña de las calles. CAP no
lo dudó y dio orden de que se movilicen tropas del ejército desde el interior,
pues Caracas no contaba con efectivos suficientes para semejante alzamiento
popular.
Luego, ya eran más de la una de la madrugada del 28, subió a
su cuarto y se acostó para intentar dormir. Antes, pidió que lo despertaran
“sólo si sucedía algo muy importante”.
El teléfono no dejó de repicar -recuerda ahora lgnacio
Betancourt, testigo de lujo de aquella noche y otro de los que vivieron el
“Caracazo” como una derrota-, “nos llamaban desde Coche, El Valle, Caricuao, La
Vega y otras parroquias caraqueñas. Eran voces de angustia y desasosiego. Hagan
algo, díganle a Carlos Andrés que me están destruyendo la casita y me están
robando todo, pedía una compañera de AD desde Antimano. Era cierto, incluso
durante toda la madrugada hubo saqueos en las inmediaciones de Miraflores.
Frente al liceo Fermín Toro, las hordas tenían una especie de depósito adonde
llegaban con las mercancías que alcanzaban a robar por la zona. Los soldados de
la Guardia de Honor permanecían inmóviles, custodiando el palacio, atentos,
esperando instrucciones sobre cómo actuar. Desde las terrazas del “23d e Enero”
los francotiradores seguían descargando bala. A las 4 me fui a descansar a
Sabana Grande. Al pasar por el liceo, uno de los malandros que se estaba frente
a su guarida, medio drogado o borracho, sin dirección en la vista, preguntó si
yo no iba a saquiá también. 'No, brother, voy pa'otro lao', respondí para
seguir raudo en busca de un taxi”.
En la mañana del 28, mientras los saqueos se incrementaban
en varias zonas de la ciudad e incluso comenzaban en otros puntos del país,
animados por la pasividad con que las fuerzas represivas habían actuado hasta
ese momento, se produjo como una reacción conjunta de las fuerzas sostenedoras
del sistema. Muchos de sus más eximios representantes llegaron hasta
Miraflores, por un lado a testimoniar lealtad al gobierno, y por el otro a exigir
mano dura con la chusma desbordada.
En aras de cerrar filas, hasta el presidente de la patronal
Fedecámaras, Hugo Fonseca Viso y el titular de la Confederación de Trabajadores
de Venezuela (CTV), el burócrata Antonio Ríos, firmaron un acuerdo sobre el nuevo
salario mínimo, algo que los había separado durante el último mes. Pérez,
mientras tanto, le informaba a la dirigencia política, representada en ese
momento por el ex guerrillero y hombre fuerte del Movimiento Al Socialismo
(MAS), Teodoro Petkoff, a Andrés Velásquez , de La Causa R y Vladimir Gessen,
de Nueva Generación Democrática, que había formado la decisión de suspender las
garantías constitucionales. Petkoff le expresó que el MAS no apoyaría tal
decisión si el gobierno no aplazaba su paquete económico impuesto por el FMI.
Poniéndose al margen de mayores consideraciones que le
pudiera hacer la oposición, y urgido por empresarios, militares y otros
sectores sistémicos, CAP siguió adelante con su decisión y lo anunció por la
cadena nacional de radio y televisión desde el Salón Ayacucho. Poco después,
con el toque de queda ya declarado y el Estado de Derecho pulverizado, el país
entero vio cómo el ministro del Interior, Izaguirre, tartamudeaba en directo
mientras miraba a los lados, intentando leer el decreto de suspensión de
garantías. Hasta que finalmente no pudo con sus nervios y susurrando un “no
puedo seguir” se marchó. Este hecho provocó en la calle todo tipo de
comentarios, desde que “el ministro se había cagado en los pantalones” hasta
que los militares no lo habían dejado hablar y optó por desaparecer de escena.
Era un símbolo más de lo que estaba ocurriendo tras las bambalinas del poder.
Operación masacre
En el atardecer del 28, la gente que durante casi dos días
había permanecido ocupando las calles se dio cuenta de que algo malo iba a
acontecer. Fue como un mensaje subliminal que llegaba desde el aire, donde
durante todo el día se escuchó el ir y venir de aviones y helicópteros. El
rumor se extendió como reguero de pólvora desde Pro Patria hasta Petare,
circunvaló las calles del “23 de Enero”, donde hasta la media noche de ese día
todavía se escucharon ráfagas de metralleta y tiros de fusil FAL, y por último,
la alerta se escuchó también en algunos barrios del centro, donde cada tanto se
encendían nuevas fogatas. “Esto no será sólo un toque de queda, viene la
represión”, parecía decir la consigna sorda de la autodefensa.
No era para menos. Más de ocho mil soldados de refuerzo,
aleccionados a la manera de lo que había descubierto el teniente Chávez en su
involuntaria visita al Fuerte Tiuna, habían arribado a la ciudad. Se les había
adoctrinado desde la cúspide militar con la consigna de que había que detener
el caos (sea como sea). En algunos cuarteles habían vuelto a florecer las
lecciones anticomunistas de los años sesenta, con las que se catequizaba a los
soldaditos para matar guerrilleros. En otros, el mensaje era escueto pero muy
claro: “No podemos dejar que la turba mate y robe a nuestras mujeres e hijos.
Todos estamos en peligro de muerte”. Como después diría el propio Chávez: “A
los soldados, tú los mandas para la calle, asustados, con un fusil, y
quinientos cartuchos, y se los gastan todos. La cosa era barrer las calles, los
cerros, los barrios populares. Un verdadero desastre”.
Tras el bochornoso desmayo de lzaguirre, asumió el control
de la situación el ministro de Defensa Del Valle Alliegro, quien por órdenes
del general Aizpurúa, se dispuso a ejecutar una de las carnicerías más
espantosas que se recuerda en América Latina junto con la matanza de
estudiantes en la plaza de Tlatelolco en México y la de Ezeiza en Argentina
durante el regreso al país de Juan Perón. Paradójicamente en todos estos casos
la decisión de asesinar masivamente al pueblo partió de tres gobiernos
“democráticos” llegados al poder con gran apoyo popular.
Desde la madrugada del I de marzo hasta la noche del día 5,
tropas del ejército y la policía metropolitana recorren palmo a palmo los
barrios populares y ametrallan a mansalva a hombres, mujeres, niños, ancianos y
todo aquello que representara un blanco para su voluntad de “poner orden”. No
se respetó a nada ni a nadie. Fueron cañoneados edificios enteros, se
destruyeron colegios y hasta alguna iglesia donde la tropa excitada por
encontrar saqueadores, subversivos o comunistas, llegó a entrar a la nave
central perforando bancos y paredes detrás de sus fantasmales enemigos.
¿Cuántas personas murieron en esas sangrientas jornadas? La
cifra oficial habla solamente de 277 civiles fallecidos, pero las
investigaciones de distintas organizaciones de derechos humanos e informaciones
privadas hacen ascender la cifra hasta nada menos que 10.000 a, los que hay que
sumar para enmarcar aún más el horror de esos días el hallazgo de fosas comunes
y la existencia de desaparecidos. Frente a ello, sólo dos víctimas uniformadas:
un agente de la policía metropolitana y el mayor del Ejército Acosta Carlés,
cuyo deceso, como ya se dijo, pudiera atribuirse a los mismos que tirotearon al
pueblo desarmado.
La resistencia
Ocurrió en una barriada marginal caraqueña cerca de “23 de
Enero”. Una formación de tanquetas irrumpió altanera en la zona y después de
aplastar con sus enormes ruedas de hierro Ios restos humeantes de las
barricadas populares, colocaron sus torretas y metrallas apuntando a las
modestas y rudimentarias casonas. Uno de los soldados gritó insultos a un
chaval que se refugió entre la montaña de desperdicios que se levantaba
desafiante al final de un callejón. Una raída bandera con la efigie del Che
Guevara se agitaba, solitaria, en la cima de un poste telefónico, y para
completar la coreografía de guerra, la pintada sobre uno de los muros recordaba
significativamente a Simón Bolívar en aquella dramática circunstancia: “El
Libertador no lo hubiera permitido...”.
El silencio era inquietante. Parecía que el barrio entero se
hubiera hundido en la tierra, pero precisamente esa circunstancia era la que
más inquietaba a ese puñado de soldados a los que se les había ordenado
disparar contra cualquier cosa que se moviera (porque de lo contrario el
peligro de muerte es inmenso). De pronto, desde una de las esquinas de una
terraza de mediana altura, una figura encapuchada levanta las manos al cielo y
arroja con toda su fuerza la taza de un inodoro de loza blanco que se estrella
estrepitosamente sobre la parte superior de un tanque, provocando un rápido
descenso hacia el interior del mismo de los militares que lo maniobraban.
Como si hubieran estado esperando ese instante, desde todos
los rincones de la barriada, se escucharon aullidos de festejo y un grito
estremecedor que pudo elevarse entre el fragor ensordecedor de los disparos de
respuesta: “No podrán con el pueblo”.
Un auténtico genocidio
¿Cómo actuaron el ejército y las fuerzas policiales en las
calles desiertas de Caracas? Como si estuvieran invadiendo una plaza enemiga
muy bien armada. Entraron a las calles de los barrios con sus blindados
buscando, primero, aterrorizar a la población y luego, dispararon a mansalva
para escarmiento de los que pudieran osar seguir el ejemplo de los
francotiradores o de los constructores de barricadas.
Pero donde más se notó el ensañamiento de las tropas
dirigidas por Carlos Andrés Pérez y el general Azpurúa -no tendría sentido
disociar estos dos nombres ni quitarles responsabilidad histórica a uno por
encima del otro en la masacre- fue en los barrios más humildes, allí donde la
gente suele levantarse a las 4 o 5 de la madrugada para ir a trabajar por
salarios casi siempre insuficientes por no decir directamente miserables.
Contra esa gente que generalmente trabaja en fábricas o
monta desde temprano sus chiringuitos de “buhoneros) (vendedores ambulantes) en
cualquier calle populosa del país, precisamente se dirigieron los cañones de
las torretas de los tanques y las ametralladoras de los aviones de aquellas
jornadas de fin de febrero y principios de marzo de 1989.
Ejemplos del genocidio hay muchísimos, pero quizás valga
ilustrar con los más significativos, aquéllos que no pudieron ser ocultados ni
por la mentira oficial ni por la férrea censura impuesta en los días
posteriores.
Allí está el caso de la familia Moncada, de la Silsa, en el
barrio “23 de Enero”. En la tarde del día 28, Francisco Moncada se encontraba
en la terraza de su casa, con su esposa Alicia Gutiérrez y sus hijos Francisco,
de 8 años y Katiuska, de 12, junto a su cuñada Milvia, de 28 años (sordomuda) y
otros dos vecinos del edificio. Todos miraban lo que estaba aconteciendo en la
calle, donde algunos grupos seguían manifestando su descontento con el gobierno
de Pérez. En un momento en que los niños dejaron de jugar, Milvia y el pequeño
Francisco se acercaron a la reja de la terraza y un soldado del ejército que se
encontraba en el interior de la Compañía de Chocolates La India, en un edificio
adyacente, comenzó a dispararles sin ningún tipo de advertencia previa.
Ambos cayeron gravemente heridos, mientras la familia
prorrumpía en gritos de dolor y de rabia. Trasladados al hospital, la joven
Milvia fue operada de urgencia para extraerle una bala del cuello, pero el niño
murió poco después.
Richard José era un estudiante de tan sólo l7 años y vivía
en el barrio Maca, de Petare. El I de marzo poco después del mediodía, cuando
un fuerte tiroteo se hacía oír en todo el barrio, producto del ataque de varios
contingentes de policías metropolitanos contra las casas de la zona, Richard,
que se encontraba en la casa de una vecina, decide salir para ir hasta su
propio domicilio, ya que suponía que su madre, Hilda Páez, debería estar
sumamente intranquila.
El chaval salió por un patio trasero que comunicaba con su
casa y los disparos de armas largas arreciaron. A los pocos minutos, varios
uniformados de la Metropolitana se hicieron presentes en la casa de la madre de
Richard, advirtiéndole que había un joven muerto en su propio patio. Le
explicaron a ella y a otros indignados vecinos que el chico había caído desde
una altura considerable y se había degollado.
Derrumbado en un charco de sangre, Richard yacía con un
balazo que le atravesó el tórax y el abdomen. Casualmente se trataba de una
bala del mismo calibre que utilizaba en ese momento la policía de Caracas, pero
Ia corrupta justicia del país nunca pudo -como en la mayoría de los casos de
esa matanza- hallar a los culpables.
Cada muerte de un vecino, cada casa derrumbada a fuerza de
disparos de cañones o de bazukas, generaban un nuevo rugido de dolor en aquel
pueblo que durante 48 horas había construido de manera artesanal una especie de
territorio liberado, caótico y hasta por momentos difícil de catalogar, pero
donde no mandaban los que siempre lo habían hecho.
A semejante osadía, parecida represión. Ésa es la medida que
ya se había aplicado en Argelia y en Vietnam. Una receta que Carlos Andrés le
había aconsejado utilizar también a su colega Felipe González para frenar la
resistencia vasca. Todo el poder de fuego contra quienes molesten al sistema.
Todos los recursos posibles -incluso los más ilegales- para intentar cercenar el
disenso y ahogar cualquier rebeldía.
En esos días de febrero y marzo de 1989 los ejecutores de
esta táctica no se privaron de nada.
Allí está el caso de la joven Gregoria Castillo, que con
sólo 20 años quedó lisiada para toda la vida, cuando efectivos de la policía
metropolitana y el ejército llegaron tirando salvas de perdigones a todo aquél
que se moviera en el sector La Virgen, en Petare. Asesinaron a sangre fría a su
prima Carmen lzquiel, a su amigo José Quintana y a otro grupo de personas que
intentaron refugiarse del demencial ataque.
O lo que le ocurrió a Yurima Ramos, de 20 años, perforada
por una bala de los soldados que ametrallaron durante varios minutos de manera
indiscriminada su casa en la avenida Intercomunal, de Caracas. Cuando los
vecinos de otros bloques les advirtieron que en esa casa sólo había familias,
un oficial respondió a los gritos: “Métanse adentro, hijoeputas, que a ustedes
también les vamos a dar plomo”.
Ni qué decir de lo ocurrido a José Miguel Liscano, de 2l
años, desaparecido desde aquellos aciagos días. El joven había salido de su
casa en el barrio Santa Rosalía, el 28 de febrero, para comprar víveres. El
sector estaba bajo la jurisdicción de la policía metropolitana y del ejército.
Nunca más regresó y tampoco apareció su cadáver.
En los cuarteles y en las bases operativas del ejército la
masacre tenía también contestatarios. Los militares bolivarianos que desde 1980
venían conspirando iunto a Hugo Chávez se revolvían contra las órdenes del
generalato y algunos, como el capitán Ronald Blanco La Cruz, aguardaron
infructuosamente la posibilidad de actuar contra los que habían decidido
enfrentar al pueblo con el ejército. Al ver que cualquier tipo de coordinación
con sus compañeros del MBR-200 (Movimiento Revolucionario Bolivariano) era casi
imposible, La Cruz optó, desde su acantonamiento en Mérida, por frenar
cualquier tipo de agresión entre sus tropas y la población civil.
El capitán de aviación, Alfredo Riera, actual hombre de
confianza del presidente Chávez, fue también convocado para reprimir, pero se
plantó ante su superior: “Yo estoy dispuesto a salir para defender la soberanía
pero jamás a masacrar al pueblo que se muere de hambre”. Lo arrestaron de
inmediato.
Otro de los que posteriormente se encumbraría como una de
las grandes figuras de la conspiración militar bolivariana, el comandante
Francisco Arias Cárdenas, fue enviado junto a su grupo de artillería compuesto
de varios tanques a “restablecer el orden” en las zonas marginales de Catia.
“Esta designación me produce una situación de conflicto, ya
que tenía el firme convencimiento de que no permitiría que las armas y hombres
que ponían bajo mi mando fueran utilizadas para masacrar a un pueblo desarmado,
hambriento, sacrificado y condenado a sufrir los embates de un paquete de
medidas económicas injustas y perversas desde todo punto de vista. Estas
reflexiones, mejor dicho, mis convicciones ideológicas, chocaban totalmente con
la posición de complicidad asumida por los mandos militares y particularmente
el ejército, en la persona del ministro de Defensa, ítalo del Valle Alliegro y
el general Heinz Azpurúa, quien se afanó en defender hasta las últimas
consecuencias al gobierno de Pérez”, le confesaría posteriormente La Cruz a la
periodista Angela Zago.
La firme convicción de que no se podía salir a matar a la
gente humilde que protestaba por las mismas causas que ellos conspiraban en la
clandestinidad de los cuarteles, llevó a Arias Cárdenas a reunir a todo el
personal militar a su cargo, frente a los humildes ranchos de Catia, y
lanzarles una arenga que hizo historia:
-¡Levanten las manos los que pertenecen al Country Club!
-dijo, mientras observaba la mirada de asombro de los presentes.
La respuesta fue un silencio unánime, y Arias Cárdenas
repitió la exhortación:
-¡Levanten las manos los que son de Alto Prado, Lagunita
Country Club, Altamira! -refiriéndose a los barrios de gente más acomodada de
Caracas.
Como ninguno de los soldados se dio por aludido, el
comandante sentenció con firmeza:
-Esto quiere decir que aquí todos pertenecemos a barriadas o
parroquias humildes como ésta; las personas que viven aquí son como nosotros,
nuestros hermanos del pueblo. Quiero decir con esto que nadie dispara contra el
pueblo sin autorización, aquí sólo se dispara cuando seamos objeto de un ataque
con armas de alto calibre.
Todos los casos mil veces denunciados por los familiares
ante organismos locales e internacionales demuestran la vesania con que se
procedió en aquellos días, pero hay algunos que realmente desenmascaran contra
qué tipo de poder se enfrentaban los venezolanos.
Eleazar Mavares era un deportista integral, gran concurrente
al gimnasio y atleta, entre otras especialidades. El 3 de marzo a las 2 y media
de la tarde se encontraba conversando con unos amigos en el Puente Miraflores,
cuando un soldado que pasó por allí les ordenó correr mediante disparos al
aire. Todos se dispersaron como pudieron, pero Mavares fue interceptado por el
militar quien, mediante la voz de alto, le obligó a tirarse al piso con las
manos en la cabeza, disparándole luego en las piernas.
Quedó tirado boca abajo gimiendo de dolor, hasta que se
acercó un contingente de la Metropolitana, y le solicitaron su documento de
identidad. Tras comprobar que estaban en orden Ie ordenaron correr, pero al ver
que el chaval no podía levantarse, le dispararon 24 balazos en el cuerpo.
“Nosotros no cargamos heridos”, fue la explicación que dieron entre risotadas,
a los gritos de “asesinos” que les gritaron algunos ocasionales testigos.
Olor a peste
La muerte tiene un olor tremendo, difícil de tapar o de disimular.
Cuando ese olor se instala en un lugar, por más que esté enterrado a mil metros
de profundidad, puja por salir, se filtra como puede por las grietas, se cuela
entre la fronda, se anuncia con pequeños y nauseabundos vahos. “EI olor de la
muerte puede determinar Ia medida del sitio del que se está hablando”, decía
Jacques Prevert, y Julio Cortázar agregaba en una de sus tantas metáforas sobre
el genocidio argentino, que Buenos Aires está plantada sobre un cementerio y
que en muchas noches de calma, esos muertos aúllan de dolor para llamar la
atención de los que por arriba caminan, “y entonces el aire se llena de un olor
particular, una peste insoportable de aguantar, algo que solamente se parece a
muerte”.
En Venezuela, “La Peste” apareció tiempo después de la
matanza, cuando el26 de noviembre de 1990, de manera circunstancial unos
caminantes desconfiaron de una enorme zanja de tierra removida. Se trataba de
una fosa común adonde habían sido arrojados peor que animales muertos, los
cadáveres de ó8 personas asesinadas y “desaparecidas” duran' te el “Sacudón”.
De los cuerpos exhumados, sólo tres fueron identificados. El resto aún aguarda
por un nombre y un entierro digno.
Los venezolanos bautizaron al lugar como “La Peste” y
exigieron una profunda investigación sobre el asunto, pero el gobierno de Pérez
negó todo tipo de colaboración y desde los aparatos represivos se hostigó de
mil maneras a quienes reclamaban justicia.
Como en los campos de exterminio de Auschwitz, los asesinos
intentaron borrar huellas pero no pudieron detener el penetrante olor de la
muerte, que siempre vuelve para delatarles.
No tengo ningún reproche para las Fuerzas Armadas
Cuando en ese día, con motivo del incremento de las tarifas
de los autobuses suburbanos, se produjeron los motines en Guatire y Guarenas,
se confió plenamente en que la policía restablecería el orden como
aparentemente sucedió. Al alto gobierno no llegaron informaciones que
permitieran presagiar los saqueos.
...Las gentes que salieron a la calle no lo hicieron contra
oficinas públicas ni contra el gobierno, sino para asaltar abastos y mercados.
El ejército entró a actuar sobre unas masas desbordadas. Las Fuerzas Armadas no
son aptas para enfrentar motines, su formación obedece a objetivos distintos a
los de los cuerpos policiales. Pero en aquellos momentos el ministro de la
Defensa no tuvo otro recurso que usar las Fuerzas Armadas en una misión que no
les es propia, pero que resultó inevitable. No se disponía de un cuerpo
antimotines. Para cualquier gobierno democrático el objetivo debe ser que nadie
pierda la vida y que la acción preventiva pueda conjurar suceso como los que
hoy comentamos.
Esas horas terribles que vivió entonces Caracas, fueron
estimuladas, también, involuntariamente, por las cámaras de televisión. Fue una
explosión espontánea, no contra un gobierno que apenas se iniciaba. También es
falso que fue una protesta contra lo que se llamó el “paquete”. Sólo Caracas
fue el centro de esta dramática jornada a pesar de que la televisión llevó
imágenes a las otras poblaciones de Venezuela.
No pretendo ocultar la actuación que le correspondió cumplir
a mi gobierno para preservar el orden. No tengo tampoco ningún reproche contra
el comportamiento de las Fuerzas Armadas que en tan dolorosas circunstancias hubieron
de cumplir con una misión para la cual no estaban preparadas.
(Carlos Andrés Pérez en el 10 décimo aniversario del
“Caracazo”)
“Fue un proceso constituyente”
Sin lugar a dudas, el '“Caracazo” significó un punto de
inflexión en la historia del fin de siglo venezolana. No sólo para quienes
salieron a la calle a intentar dar vuelta como sea a una ecuación que no les
favorecía, sino para aquellos otros que desde hace tiempo venían conspirando
contra el poder bipartidario -el de Acción Democrática (AD) y el del partido
Social Cristiano (Copei)- establecido después de la caída del dictador Marcos
Pérez Jiménez. Ese día murió un tipo de hacer política y nació, en la calle,
entre gritos y descargas, entre consignas y metralla, la idea de que era
posible dar vuelta a la tortilla. O como se suele decir vulgarmente: intentar
coger la sartén por el mango.
“El proceso constituyente nace el 27 de febrero con esa
revuelta popular en que l0 millones de personas se alzaron”, recuerda hoy el
mítico guerrillero Douglas Bravo, ex líder de las Fuerzas Armadas de Liberación
Nacional (FALN), que durante los años sesenta tuvieron en vilo a Venezuela y
gran parte de Latinoamérica, y actual dirigente del movimiento de izquierdas
Tercer Camino.
“No había un programa de lucha pero eso fue un auténtico
sacudimiento popular. Ese día fue el inicio -en estos 40 años- de una segunda
etapa de un proceso revulsivo. Esto quiere decir que hechos constituyentes
nacen en la sociedad, y no esperan a ser paridos por leyes. Son
anticonstitucionales todos ellos, como lo fue la Toma de la Bastilla. Son
hechos que rechazan el poder constituido, están en contra de la Constitución
establecida y en contra de todo el ordenamiento jurídico. En esos días el poder
político de Venezuela quedó deslegitimado, sin apoyo de la gente. Seguía
mandando pero ya no era igual, ya no lo apoyaba ese 90old" e votantes de
AD que auparon a Pérez en el gobierno con la ilusión de que otra vez se iba a
disfrutar de las rentas del petróleo. Fue un verdadero “hasta aquí llegamos”.
Lo que dice Douglas coincide con la opinión de Tarek William
Saab, militante del Movimiento Quinta República abogado especialista en
Derechos Humanos. “El Caracazo estuvo lleno de causas que lo desencadenaron y
en todas ellas pesaba el hartazgo de la gente. El poder judicial estaba
corrompido hasta los tuétanos, la Central de Trabajadores de Venezuela (CTV),
dominada desde siempre por AD y Copei, era una guarida de negociadores más que
un órgano de defensores de los derechos de los más explotados. El presidente
del Parlamento y el vicepresidente, eran adeco y copeyano Y. así se alternaban
período tras período. Ambos partidos se habían convertido en centros de
negociadores clientelares. Para ser empleado público se debía tener carnet de
uno u otro”.
Que los tres poderes clásicos estuvieran sin legitimidad,
explica, según Saab, el porqué de la rebelión del pueblo en esos días. Fue la
expresión de cansancio en contra de un sistema político. No fue como dijeron
algunos, entre ellos el presidente Carlos Andrés Pérez, que unos asaltantes
quisieron robarse unos kilos de carne o un televisor. Fue una expresión de un
contenido revolucionario claro, sin dirección política, quizás el único gran
defecto. Este movimiento popular colocó en una encrucijada y definió el
carácter autoritario de esa democracia representativa.
La maldición de Sísifo
“En Caracas, el 27 F-89, explotó el poder de un pueblo
-afirma Hugo Chávez-, el poder constituyente de un pueblo que está ahí, a veces
adormecido, a veces congelado. Pero hay situaciones históricas que lo
movilizan, que lo despiertan, que lo hacen explosivo y explota. Pero, ¿qué pasó
en la Caracas de 1989, que todos vivimos? Que no hubo canales, no hubo
liderazgo, no hubo una fuerza consciente que condujera ese poder, digámoslo
así, a la transformación de lo existente. Y entonces caímos en una especie de
maldición de Sísifo, la roca, la montaña y cuando está llegando arriba, se
viene abajo. El poder constituyente se hundió de nuevo”.
“Siempre que hay un dilema entre la llamada democracia
clásica y el Estado, éste se resuelve cuando un movimiento popular en ascenso
pone en peligro la permanencia en el poder de la clase dominante. Entonces, se
pasa a la alternativa de recurrir a la institución armada para aplastar a
sangre y fuego al movimiento popular. La otra alternativa es permitir de una
forma civilizada que haya una transición. Siempre el dilema ha sido resuelto
por una represión brutal, utilizando la institución armada como mecanismo de contención.
Eso pasó en Venezuela en los años sesenta, y se volvió a repetir a fines de
febrero y principios de marzo de 1989. De hecho, con la situación ya
controlada, con los llamados “alborotadores y saqueadores” (el pueblo alzado)
refugiados en sus casas, disfrutando de esas 48 horas de inimaginable libertad
total, las fuerzas represivas tuvieron la necesidad de dar un gran escarmiento
y desencadenaron la masacre”, dice Tarek William.
Y agrega: “Ésa fue la estocada de un proceso de
descomposición que comenzó en 1961, cuando se suspenden las garantías
constitucionales y se producen fusilamientos, lanzamientos de guerrilleros
desde helicópteros, de los juicios breves y sumarios en los campamentos
antiguerrilleros a presuntos insurgentes o sospechosos”.
No, el 27 de febrero de 1989 no ocurrió por casualidad, fue
una respuesta salida desde las entrañas de los que casi siempre tienen poco que
perder. Un proceso vital y doloroso (como casi siempre ocurre, todo parto de
algo nuevo viene acompañado de un grito desgarrador) que ayudó a poner en
marcha la tan ansiada revolución bolivariana de la que se hablaba en voz baja
en barrios y cuarteles.
Articulo: Carlos Aznárez *
*Promoción de su libro Los sueños de Bolívar en la Venezuela de hoy
Fuente: Prensa Web RNV/Carlos Aznárez